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Julia y otras despedidas

  • Foto del escritor: El tiempo recobrado
    El tiempo recobrado
  • 13 abr 2023
  • 5 Min. de lectura

Libro: Las vigilantes, de Elvira Liceaga

 

Las vigilantes (Lumen, 2023), primera novela de Elvira Liceaga, muestra un mundo sobre la complejidad de la cotidianidad humana, esa que a veces es gris, pero que también se puede pintar de violeta y verde. Siguiendo su “universo” de Carolina y otras despedidas, Elvira muestra en Las vigilantes una nueva forma cotidiana en cómo cuidar y maternar en el feminismo, en donde además explora una manera distinta de llevar acabo esa forma de crianza.


Elvira regresa a su primer libro de cuentos, al recordar eventos como la muerte en la infancia que se explora en el cuento “Alejandra”, o la complejidad de la relación entre hijas y padres, como en “Don Luis”, o en lugares que sirven para la pérdida, como en “Aníbal”, teniendo de telón de fondo la Alameda Central.


El estilo pulcro de Elvira Liceaga no sólo hace amena la lectura, sino que además envuelve en eso que es cotidiano y que a veces no se sabe cómo nombrar. Ese paseo, esa marcha, esa simple mirada hacia el vacío que se recuerda en cualquier parte del día, en cualquier parte del cuerpo.

Además, dentro de este boom de literatura de la maternidad en México, Las vigilantes es una de nueva forma de verla, ya que se narra desde alguien que no es madre, pero que convive con la suya y con alguien que lo será, pero tomará decisiones distintas a lo socialmente establecido. Idea cercana a la protagonista de La hija única, de Guadalupe Nettel.


Esta primera gran novela cuenta la historia de Julia, una mujer joven que regresa de estudiar del extranjero para volver a habitar las calles de la Ciudad de México y la casa de su madre. Regresar, como el camino del héroe, después de cierto tiempo a la casa materna significa reencontrarse con los momentos más memorables del pasado para continuar escribiendo o reescribir la vida adulta. En Las vigilantes, el regreso de Julia le abre las puertas a buscar interiormente el destino que quiere darle a su vida después de los estudios; la madre pasa el tiempo insistiéndole que busque un empleo, pero ella no tiene ninguna prisa.


Julia se deshace en su monólogo interior y nos deja sentir su vida, pero sobre todo la pérdida de su hermana, de cómo los recuerdos difuminan la realidad, para recordar lo que quizá quiso que pasara, además de ver a su madre como la parte esencial y a la vez no de su vida, al estilo de Vivian Gornik.


Cata, la mamá de Julia, es una de esas mujeres testarudas que llevan una vida imparable. Prefiere tener organizado cada minuto de su día que pasar una tarde sin planes. Psicóloga de profesión, Cata hace voluntariado en un albergue de monjas que cuida a mujeres embarazadas que no desean conservar al bebé después de nacido. Ahí las acompaña durante sus nueve meses, pero más al final, para platicar con ellas y tratar de guiarlas en el proceso de desprendimiento físico y emocional del recién nacido.


Julia, sin embargo, está descubriendo qué camino tomar. Pero su madre, imparable como es, le propone que mientras decide qué hacer, asista al albergue para enseñarle a leer y a escribir a Silvia, una joven embarazada que desea redactar una carta. La protagonista acepta el trabajo y asiste sin mayor expectativa al albergue. Conforme avanza el tiempo, Julia encuentra en Silvia una complicidad y el sentimiento de pertenencia que posiblemente habría tenido con su hermana. Silvia siempre renuente a empatizar y abrirse tanto como Julia lo desea, esquiva sus preguntas y cuenta lo más cotidiano de su vida, pero llega el momento en que se abre y cuenta cómo llegó hasta ahí.


La protagonista también decide que va a aprovechar su estadía en la casa materna para entrevistar a su mamá y a la familia cercana para, a través de la escritura, reencontrarse con su hermana. Sin embargo, después de una serie de preguntas que le hace a Cata, esta colapsa en los recuerdos y deja de salir de casa. Una recaída sentimental llena de nostalgia es lo que la abraza, al punto de tener que irse a Guanajuato con sus hermanas para refugiarse y volver a reiniciar su vida. En este lapso, Julia se apega mucho más a Silvia, incluso bajo la advertencia de su madre de no involucrarse sentimentalmente con ellas, pues al final siempre terminan yéndose.


En la narración se encuentra una de las imágenes más poderosas de feminismo en el país, con una fuerza que sólo la palabra escrita de Elvis ha podido lograr; una marcha que se puede rastrear tan fácilmente, como la naciente de la rabias en las marchas del feminismo mexicano, pero bajo la pluma de la autora se desgarra, se siente y toda esa energía se acumula en las páginas en donde recorremos junto con Julia las pintas al Ángel de la Independencia, y de cómo no nos sentimos protegidos por la policía, sino que huimos de quienes nos deben cuidar.


Las vigilantes es mucho más que una novela de maternidad, es una novela en donde el cuidado tiene un papel fundamental. El concepto de “desocupar” el cuerpo materno (propuesto por Daniela Rea en Fruto) para salir al mundo, pero también de cómo una madre “desocupada” retorna o no a su vida cotidiana; en este caso, Cata fue desocupada por sus dos hijas, pero más por la pequeña; Silvia desocupó su vientre y también expulsó de su vida Julia, y Julia desocupó a Cata para volver a ella las veces que fueran necesarias para reencontrarse.


Es una novela en donde todo lo que sucede y todas las personajas están en una constante vigilancia de sí mismas o de las demás. Una novela que va tejiendo complicidad, unión, sororidad y reconocimiento.


 

Algunas de nuestras frases favoritas de Las vigilantes:


Yo no sabía, entonces, si la gente que muere enojada con alguien se queda enojada para siempre porque en vida no hubo oportunidad de hacer las paces, o si acaso la muerta anula los malentendidos y pendientes entre los muertos y los vivos.
Escribo esa constelación de recuerdos en la que se solapan traiciones a la verdad: lo que decido narrar de lo que conseguimos recordar.
Y que para la recuperación no hay otro camino que el del engaño voluntario.
Descubro también que el origen químico del amor es el mismo origen químico del miedo. Es resultado del compromiso de proteger. Ese baile paralelo de hormonas reabastece al cerebro conforme se cuida, en un ciclo de cercanía.
¿Cómo sería nuestro origen si recordáramos esa transición a las afueras?
 

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